Es historia antigua, casi de abuelo plomazo y mesa camilla, que internet es la nieta sofisticada de Arpanet, una red militar descentralizada diseñada por el ejército estadounidense durante la Guerra Fría para asegurarse de que la destrucción de uno de sus nodos no impedía que la comunicación siguiese funcionando. Que las comunicaciones son esenciales en cualquier campaña militar es algo que también sabe cualquiera que haya visto El puente sobre el río Kwai. Por eso leo estupefacta, aunque no sorprendida, que la detención de Dúrov, CEO de Telegram, ha dejado al pairo las comunicaciones del ejército ruso que, como en un chiste de Gila, hacían uso de esta aplicación para las transmisiones de las operaciones sobre el terreno. Putin ha caído en la trampa de pensar que el propósito de estas plataformas era el suyo, que estaban a su servicio.
Parecería lo razonable. La tecnología siempre ha estado al servicio de un propósito humano y se ha diseñado para cumplirlo. Por tanto, se puede rediseñar, cerrar, cambiar o dejar de usar; no es una fuerza de la naturaleza, un acto de Dios frente al que solo cabe resignación.
La cuestión que nos plantean la detención de Dúrov o el pulso de Musk con un juez brasileño es cuál es el propósito al que sirve el diseño de Telegram o Twitter (llámalo X) y si ese propósito se orienta al bien general. Sabemos que no. Estos servicios se diseñan para maximizar el beneficio de sus accionistas no para mejorar la privacidad de sus usuarios. Para eso está el Derecho, un sistema de contrapesos y resolución de conflictos entre intereses humanos naturalmente egoístas que permite alcanzar un equilibrio dentro del marco ideal de sociedad que hemos decidido ser. Cuando una parte relevante del entramado social queda fuera del equilibrio de fuerzas porque las normas que redactamos no se pueden ejecutar, llega la impunidad, la injusticia y, de su mano, las charlas motivacionales sobre la belleza del fracaso y la imposibilidad metafísica de oponerse al “progreso”.
Pero no es la única reflexión recurrente que nos deja la detención de Dúrov. Si la tecnología tiene un diseño que responde a un propósito humano alguien tendrá que ser ese humano. La tecnología tiene ideología, pero también tiene dueños. La experiencia nos ha demostrado que cuanto más concentrado está el control de una compañía en una persona, hombre, blanco, y, casi siempre, un mesiánico narcisista, menos posibilidades hay de que cumpla con las normas y más de que su diseño lo dificulte. Cualquier legislación o acción judicial que, en entidades personalistas como las de Musk, Dúrov, o Zuckerberg, no apunte a la cabeza están llamadas al fracaso. Cuando la administración estadounidense amenazó a Zuckerberg con hacerle responsable con su propio patrimonio de las infracciones de Facebook, esta aceptó de inmediato una multa de 5.000 millones y el establecimiento de un comité independiente que no ha servido de mucho. Ahora que Dúrov ha probado los bancos de un calabozo, seguro que Telegram estará más dispuesto a cumplir las normas europeas de moderación de la DSA. Sin embargo, las acciones del magistrado brasileño Moraes que apuntan a los pies de Twitter no van a llegar a ninguna parte. No hay responsable de la plataforma dentro de su jurisdicción porque Elon los ha despedido a todos. Cualquier bloqueo se sorteará con el uso de VPN, y la amenaza de sancionar a los usuarios que se salten la prohibición acabará con los usuarios identificados silenciados, mientras que las cuentas anónimas, los bots de la desinformación, objetivo de la actividad judicial, seguirán campando por sus respetos.
Los espacios de impunidad se rellenan con regulación inteligente y no con páginas inertes que nadie puede aplicar en el mundo real. Dejemos de gastar la pólvora en salvas, y apuntemos la legislación a la cabeza.
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