Este verano se desató un debate sobre la viabilidad de regular las redes sociales por la difusión de mensajes falsos que vinculaban la muerte de un niño de 11 años con unos menores migrantes. Pudiera parecer un asunto pasajero, pero lo cierto es que este será el debate más importante al que tendremos que enfrentarnos este siglo. El desafío se encuentra en una cuestión mucho más profunda que las fake news o el anonimato en las redes: ¿somos realmente capaces de elegir lo que más nos conviene en un mundo de infinitas opciones?
Tras años dedicados al estudio de la felicidad, he llegado a una conclusión algo inquietante sobre nuestra capacidad para tomar decisiones: lo que sabemos que debemos hacer para ser felices raramente coincide con lo que queremos hacer. Sabemos que esa hamburguesa grasienta no nos hará felices a la larga, pero nos da igual, porque, ¿qué sería de la vida sin esos caprichos de vez en cuando? Lo mismo nos ocurre con el azúcar, el tabaco, el uso del móvil y otras muchas tentaciones del mundo moderno: la ciencia de la felicidad podrá decir lo que quiera sobre lo que nos conviene a largo plazo, pero da igual, porque nuestros cerebros no están diseñados para encontrar la felicidad duradera, sino para satisfacer placeres inmediatos.
Hasta ahora hemos sabido manejar más o menos bien las consecuencias de esta incapacidad para controlar nuestros impulsos, pero esto está a punto de cambiar. Personalmente me di cuenta de ello hace unos años al abrir una cuenta en TikTok para ver si era tan adictiva como decían. En pocos días el algoritmo entendió lo que me gustaba sin necesidad de decírselo, y pronto me ofreció un flujo interminable de vídeos que capturaban mi atención como ninguna aplicación lo había hecho antes. La señal de alarma saltó una noche en la que me propuse entrar cinco minutos antes de acostarme, y acabé perdiendo tres horas de mi vida viendo vídeos de persecuciones policiales. Dormía mal, me sentía cada vez más irascible, pero me costaba parar porque el mejor momento del día era precisamente por las noches, cuando me tumbaba por fin a ver esos vídeos.
El sistema que rige nuestras vidas hoy hunde sus raíces en una idea que choca de lleno con mi experiencia en TikTok y otras redes, y es que, supuestamente, todos sabemos bien lo que queremos en la vida. Según el modelo actual la gente vota y consume aquello que le viene bien, y por tanto, las empresas y los partidos que no generen felicidad desaparecerán, porque nadie comprará sus promesas. Sin necesidad de intervención, dice la teoría, el sistema optimiza nuestro bienestar. Es por esto que creemos en la democracia y el libre mercado.
Por desgracia, a la vista de nuestro comportamiento en las redes, cuesta creer que este modelo siga funcionando. A los algoritmos de TikTok, Instagram o Twitter no les importa nada si pasamos tiempo de calidad con nuestras familias o si votamos bien informados, lo único que quieren es que pasemos el mayor tiempo posible en sus plataformas, y lo hacen cada vez mejor. Nuestra adicción al móvil es tan grave que muchos psiquiatras están convencidos de que la mejor manera de tratar al creciente número de jóvenes que pasan por sus consultas es, simplemente, enseñarles a aburrirse de nuevo, desconectarse del ciclo interminable de dopamina al que están enganchados. Prohibimos a nuestros hijos jugar a las máquinas tragaperras, pero luego les metemos en el bolsillo una máquina infinitamente más adictiva. No tiene ningún sentido.
El problema aun así va mucho más allá de la capacidad de las redes para atraparnos, ya que estas se han convertido también en la principal fuente de información de nuestra sociedad. Nos gusta pensar que nuestros juicios al votar son el resultado de un análisis profundo de las opciones disponibles, pero la realidad es que elegimos basados en un puñado de temas superficiales que están de moda en ese momento. Esta mañana, lo primero que leíste en redes fue uno de esos asuntos que tarde o temprano inclinarán tu voto, pero no tienes ni idea de por qué el algoritmo te mostró esa noticia. Si hoy Elon Musk decide hoy inundar nuestros muros de vídeos de inmigrantes delinquiendo, 354 millones de usuarios verán eso mismo, y mañana tú acabarás hablando con tu cuñado sobre menores extranjeros acompañados aunque ni tú ni él hayáis conocido nunca a ninguno. En un mundo en el que tenemos toda la información en la palma de la mano, el verdadero problema se ha convertido en saber a qué prestamos nuestra atención.
Si nuestras vidas y nuestros gobiernos son cada vez más mediocres debido a las decisiones que libremente tomamos, ¿somos los consumidores y los votantes realmente los más indicados para decidir lo que más nos conviene? Y si no es así, ¿quién y en base a qué criterios debe determinar qué contenido vemos o cuánto tiempo pasamos con nuestros móviles? Esta es la cuestión central a la que tendremos que enfrentamos en el siglo XXI, y la respuesta no será nada sencilla. Nunca he sido partidario de obligar a nadie a llevar una vida perfecta, ni de prohibir el uso de las redes, pues a fin de cuentas la gente tiene derecho a equivocarse y a ser infeliz si así lo elige. Pero sí creo que debemos plantearnos seriamente si el sistema en el que vivimos realmente nos ayuda a desarrollar la capacidad para tomar decisiones que nos beneficien a largo plazo, o si simplemente se aprovecha de nuestras debilidades.
Inmiscuirnos en el juicio personal de la gente nunca nos ha salido bien en el pasado, pero debemos ser muy conscientes de que ya no hay marcha atrás: si no tomamos las riendas del progreso nosotros mismos la tomarán los algoritmos, ya lo han hecho, y hasta donde sabemos el único objetivo real hoy por hoy de estas plataformas consiste en generar beneficios a sus dueños, nada que ver con nuestro bienestar o el de nuestra gente.
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